jueves, 5 de marzo de 2009

Correr.

El equilibro entre la pasión y la razón radica, paradóijicamente, en la inestabilidad de esta relación. El equilibrio, propiamente dicho, no se da nunca. Con suerte, se percibe como consecuencia o resultado de tal o cual acción.

La pasión es instinto y la razón contención. Imposible que una gobierne a la otra. Es como lo que en física sería el choque de la materia y la antimateria. Estas pertículas se destruirían, destruyendo, también, lo que las rodea. Así es como se produce la inacción. Ese estado de parálisis total, en donde se estancan tanto movimientos y palabras como pensamientos y reacciones.

Algunos piensan que la inacción es la razón prevaleciendo sobre la pasión. No. La inacción es la anulación de las fuerzas. Un estado de espectador pasivo, inerte y autodestructivo.

Es el peor de los estados. Votar a favor de la pasión o de la razón es imposible, ya que son poderes que se desatan en su plenitud en situaciones muy particulares, con actores específicos y dependen de la historia personal de cada individuo. Además, en esos casos, los detalles abruman. Las situaciones irrepetibles implican relaciones (pasión/razón) únicas. 

Por eso el análisis previo o posterior en torno a éstas situaciones se hace inútil. Incluso, y para peor, la meditación de éstas cosas provoca inacción. ¿Cuántas veces nos hemos quedado pensando en cosas, con la mirada perdida, en el mayor estado de pausa posible, y sin llegar a ninguna respuesta? Lo irónico es que, si creemos resolver nuestro dilema, seguro es un resultado erróneo, y, aun así, al momento de actuar nuevamente en una situación medianamente parecida, olvidamos lo que creíamos saber.

¿Para qué, entonces, parar? Supongo que es mejor ir corriendo siempre hacia adelante. Corriendo, sí. Caminando no. Al correr, se ven mejor las cosas. Incluso los detalles.

No nos detengamos más, porque el mundo sigue girando, y al estar parados, en realidad vamos en contra de él.

Magia.

Tenía magia en la punta de sus dedos. Con sus caricias hacía milagros. Milagros tan hermosos como su sonrisa, otra manera de hechizarme. Podía ver cómo se dibujaba esa bellísima mueca de alegría como si el tiempo no existiera. De hecho, así lo deseaba: quería vivir ese momento eternamente. El perfecto movimiento de sus labios endulzándose con una brillante felicidad, esa chispa que le permitía crear un Arco Iris de sensaciones sólo sonriendo.

"Sólo sonriendo". Como si fuera poco. Esa sonrisa era la firma de Dios sobre su obra más hermosa. Era la prueba de lo infinito, de lo maravilloso, de lo puro.

...La miraba totalmente embobado. No tenía otra salida, no había otra opción.

"Ojalá pudiera besar esa sonrisa", pensé. "Besar esa sonrisa", me repetí a mi mismo, como descubriendo algo maravilloso: no quería recibir un beso en retribución al mio, sólo quería besar su sonrisa, hacer real aquella visión. Como aquel caballero que, con una rodilla al suelo, besa la mano de una dama. Y eso era, exactamente, la dueña de la sonrisa: una dama.

¿Era, soy, yo un caballero? ¿Podía tener el honor de besar su mano, su sonrisa?

Aun sabiéndome un plebeyo, la miré a los ojos y me sentí el más noble caballero del reino, el más valiente, el más honorable. No precisamente porque lo fuera, sino porque en ese caballero quería convertirme por y para ella. Ella me da ese poder: la fuerza de querer ser mejor y la voluntad para lograrlo.

Con mi fuerza, podía ser mejor. Para ella. Para mi. Para todos.

Por eso su sonrisa me hace tan feliz, me hace ser más fuerte, me hace ser.

Esa era su magia.