lunes, 16 de febrero de 2009

¿Por qué?

No me creí ni una de sus miles de lágrimas. Caían sin parar, rebotaban en sus penas antes de llegar al piso. Me miraba como si algo de todo eso que le hacía mal fuera mi culpa, pero no. Mi única culpa era la incredulidad. Culpa en su mundo. En el mío, era pura lógica. ¿Cómo creer lo increíble?

Parece un mal de un gran grupo de mujeres modernas: generan su propio círculo inquebrantable de penas y lástimas, para darle razón de ser a sus quejas contra la vida. Pues claro, para sostener un argumento, hay que tener un sustento. Y cuando éste no existe de manera natural, inventarlo, crearlo, alimentarlo, darle fuerza. ¿Cómo? Haciendo siempre lo mismo, repitiendo fórmulas que ya han dado resultado, es decir: que han probado que no sirven, que son dañinas. Una y otra vez, golpeándose contra la misma pared, como si no vieran en callejón sin salida.

¿Cuál es el objetivo de esto? Dicho está: sustentar a un mundo, una vida, que les es totalmente negativa, violenta, agresiva, insensible y despiadada. "¡Qué ridículo! ¿Quién querría algo así?", se preguntaran. O, con más razón, "¿Para qué alguien querría algo así?". Nada más ni nada menos que para vivir. Ese mundo infeliz, despojado de Arcos Iris, es su tierra natural. Pareciera que no podrían manejarse en un mundo feliz, alegra, luminoso. ¿Qué harían en él? No. No lo desean realmente. Muy meticulosamente eligen las opciones que, sí o sí, tienen un final desencantador. Lo saben, y fundan sus sueños de un Paraíso sobre barro, sabiendo que se derrumbará. Eso es lo que necesitan, se se caigan sus ilusiones permanentemente, porque si éstas no se caen, se cae su mundo, no el que desean, sino el que han creado, el que necesitan para retroalimentar su teoría de la conspiación universal contra ellas.  Sobre una base concreta, segura, sencilla, que sobran en la vida cotidiana, no pretenden construir nada.

Así, una tras otra siguen derramando lágrimas que no me creo. Son de verdad, claro, pero son usadas, sin sentido, mentirosas. No tienen un objetivo noble

-¿Por qué? -me preguntó ella ante mi falta de solidaridad para con su llanto.
-"¿Por qué?", es una pregunta que te tenés que hacer a vos misma -le respondí.

"¿Por qué?" es una pregunta que jamás se hará, porque sabe que "¿por qué?" no es sólo una pregunta, es también una respuesta.

viernes, 13 de febrero de 2009

Falta de respeto.

Hemos llegado, como especie de singulares costumbres dialécticas, a un punto realmente indignante, en el que, habiendo alcanzado un crítico nivel expresivo,  cometemos, entre otras, la atrocidad de faltarle el respeto al insulto.

El improperio, la agresión verbal, el agravio poético, la injuria, han quedado degradados al nivel del lenguaje común. "¿Cómo estás, boludo?", "¡Qué hijo de puta!" -entiéndase éste insulto como elogio-, son ejemplos del mal uso cotidiano de términos nobles, de insultos que han sido despojados de su naturaleza. Pero aún más doloroso es el caso de los insultos que mantienen su identidad como términos peyorativos, pero han perdido notablemente su capacidad de agravio: "No seas pelotudo...", "Sos un sorete", "¿Cómo podés ser tan idiota?"... Ninguno de éstos lastiman ya como debieran.

En éstos tiempos se insulta sin insultar. Ni cabe mencionar a palabras como "tonto", "gil", "imbécil"... No significan nada de lo que solían significar. 

El desprestigio al que se ve sometido todo el imaginario de insultos es realmente un océano de ignorancia. Los pobres e indefensos improperios cayeron en manos de quienes, ante la falta de cultura, expresividad y/o creatividad, recurren a ellos como si fueran de uso corriente. Los hemos sepultado en el cementerio de lo cotidiano, los despojamos de lo especial. Dejamos de disfrutarlos. Imagínense ustedes, queridos lectores, si eligieran hacer algo que les gusta mucho de manera reiterada. Por ejemplo: Si a ustedes les agrada infinitamente ir  a Las Cuartetas. ¿Hasta dónde podrían saborear lo especial de esa fabulosa pizza si la comieran todos los días? Seguramente en poco tiempo perdería ese gustito tan particular que la hace única. Lo mismo ha sucedido con los desmerecidos insultos. Han perdido el sabor.

Una amiga, rusa ella, pone como ejemplo que en su tierra natal hay toda una cultura en torno a los insultos, que es propia de ellos, casi ajena al lenguaje cotidiano. Allá gente se toma la molestia de crearlos de manera tal que funcionen como látigos expresivos, de la misma manera que, simultáneamente, son adornos poéticos al idioma. Lastiman y embellecen. Son motivo de porezas creativas y orgullo. 

Por lo tanto, y en virtud de salvar a los bastiones de nuestra lengua y de tantas otras (¿qué es de lo primero que uno aprende cuando aprende un idioma nuevo?), demando de los integrantes de esta sociedad a realizar un esfuerzo descomunal para devolverle al insulto su naturaleza divina, su poder, su significado.

Que este momento crítico al que hice mención párrafos arriba nos sirva para resignificarnos, para superarnos creativamente, para ser mejores en el arte de insultar, piedra fundacional de todo sistema de comunicación.

¡Salud!